
Las descomunales torres que arañan el cielo en Dubai, Shanghái o Nueva York, revestidas de acero y cristal, son los nuevos íconos de la ambición humana, espejos modernos de la mítica Torre de Babel. Al igual que aquella construcción bíblica, nacen de un deseo colectivo de trascendencia, poder y dominio tecnológico.
Pero mientras Babel buscaba alcanzar el cielo en desafío divino, estos rascacielos son «catedrales del capital»: símbolos de prestigio económico, hazañas de ingeniería y seductoras promesas de progreso. Su escala faraónica refleja rivalidad entre naciones y corporaciones, una carrera por el récord vacía de propósito espiritual.
Sin embargo, comparten con su antecesora la sombra de la hybris: su huella ecológica es colosal, agravan la desigualdad urbana y, en su frialdad repetitiva, pueden generar anonimato y alienación. Son Babeles sin castigo divino instantáneo, pero que plantean la misma pregunta ancestral: ¿Hasta qué altura o tamaño puede (o debe) llegar el ser humano sin perder su humanidad?