Una de las muchas falacias, o tópicos, que se vienen repitiendo desde hace centurias es que uno es joven mientras tiene sueños para su futuro, es maduro cuando toda su energía se enfoca al presente y es ya un viejete cuando sus nostalgias del pasado son el tema habitual de sus conversaciones.
Como todo tópico quizá tenga algo de cierto, pero como toda falacia tiene, también, mucho de incierto. Con este lenguaje políticamente correcto que nos imponen nuestros medios de comunicación, yo ya no sé desde que edad se puede considerar uno un viejo o, como se dice ahora, un anciano.
Cuando se instauró la Seguridad Social, allá por los años de la postguerra, se pensó que con 65 años, si es que se llegaba vivo, uno ya no tenía energías para trabajar; hoy sin embargo nuestros lúcidos economistas quieren aumentar la edad hasta los 70, por lo menos, para cobrar la pensión de jubilación. O sea, que la vejez se está retrasando, ahora la llamada tercera edad es una especie de segunda juventud y se están inventado nuevas formas de definir lo indefinible: quién es viejo. ¡Coño! Ya se me ha vuelto a olvidar que hay gentes que se ofenden con el calificativo de viejo.
Yo les propongo a nuestros egregios personajes, sobre todo a Christine Lagarde del Fondo Monetario Internacional que dice que hay que eliminar a los pensionistas, que emplee a unos cuantos enchufados más y los dedique a perseguir a los pensionistas y a aquellos que se paren en escaparates y sueñen con una casa mejor, un coche mejor, una mejor vida futura, les suspendan las pensión porque soñar es, como dice el tópico, de jóvenes.