Uno de mis recuerdos de niño es el de las anemonas, sentía curiosidad por saber cuántos tentáculos tenían. En alguna ocasión, aprovechando la bajamar, me acercaba a las pozas y trataba de contar uno a uno sus tentáculos, uno, dos, tres… era imposible. Aparentemente, al estar sujeta a las rocas, parecen inmóviles, pero sus tentáculos están en continuo movimiento, danzando al son de las corrientes marinas. Y si las tocas, se repliegan, cambian radicalmente su forma, desaparecen sus tentáculos y se nos muestran como una especie de botón circular con un orificio en el centro.

No lo sé, porque eso ya no lo recuerdo, pero me temo que aquel fracaso me enseñó a ver mis limitaciones, a ser consciente de que por mucho que te empeñes, hay cosas que nunca alcanzarás. Sigo apreciando a las anémonas, la atracción hacia ellas no la he perdido y ahora, como cuando era niño, a veces aprovecho la bajamar para acercarme a las pozas, pero ya no cuento sus tentáculos, me basta con hacerles una fotografía para poder mostrarte su belleza.