
Entre sombras y reflejos de luna, el gato callejero se desliza con la elegancia de quien conoce cada rincón de la ciudad. Su cama cambia cada noche: a veces un cartón tibio, otras un hueco entre macetas. Vive con lo justo, guiado por el instinto y la esperanza de hallar un plato olvidado o una mano amable. A pesar del frío, del ruido y de la soledad, conserva una libertad indomable y una mirada alerta.
Pero también le gustaría tener una casa y una serie de siervos que le hicieran la vida más fácil.