Me suele ocurrir que cuando camino, o me desplazo en autobús o, simplemente, asisto a algún evento, hay rostros que me llaman la atención.
No es que sean más bellos que el resto, simplemente tienen un “algo” que me atrapa. Al rato, cuando ya no están al alcance de mi vista, si pienso en ellos, mi mente diluye los rostros hasta desdibujarlos, selecciona sólo aquello que me llamó la atención y mezcla las diferentes visiones en una sola.
Es una imagen onírica: una nariz, una oreja, una mirada melancólica, unos labios sensuales o un lunar estratégicamente ubicado, agitados como en una coctelera dan como resultado una fresca y sabrosa imagen que, bebida lentamente, sorbo a sorbo, llega a embriagarme.