Adrián es un niño imaginativo, soñador, que vive feliz en su mundo de fantasías. Un día le conté cómo mi padre —su bisabuelo— dedicó su vida a la mar, con nueve años ya embarcó y con once padeció su primer naufragio, le relaté, exagerando las situaciones, cómo trepaba por los mástiles para arriar o aferrar las velas y, también, como le gustaba sentarse en la proa, sobre el bauprés, para que la brisa refrescara sus soledades.
Hace unos días vi a Adrián pensativo y quise captar su semblante ausente, lo fotografié y seguidamente le pregunté ¿Qué piensas?
Que me gustaría navegar como el abuelo y sentarme en la proa del barco para ver a los tiburones y los delfines. Yo también quiero ser marino o cazador de cocodrilos…
¡Qué difícil es captar en una foto la inocencia soñadora de un niño! Confieso que me gustaría atrapar sus sueños en una imagen y preservarlos en una cajita para que cuando fuera un hombre y sufra los sinsabores de la vida, pudiera evadirse reviviendo aquellos momentos de cándida felicidad que le robamos los adultos.