Al final tendré que bajarme del burro y darle la razón a mi vecino del segundo B, el ecologista. Aquí ya no hay invierno, ni otoño, sólo tenemos una efímera primavera y un largo y seco verano. Ya no recuerdo cuándo fue el último día que llovió, el color verde que antaño pintaba nuestros campos es, desde hace años, de un ocre crepuscular; las huertas parecen cementerios, están siendo abandonadas desde que las autoridades prohibieron el riego para ahorrar en el consumo de agua; aquellos bosques frondosos donde no se podía caminar, donde helechos, tojos y zarzas cubrían los senderos, ahora parecen playas, muestran un suelo árido, baldío e infecundo; los manantiales se han secado, por sus caños ya no mana agua.
Hoy al toparme con esta vieja fuente han renacido mis esperanzas, ese hilillo que mana de sus entrañas me ha conmovido. Quizá no todo se haya perdido. Quizás un día de estos vuelva a llover y de al traste con los negros presagios del agorero de mi vecino del segundo B.