Stitched Panorama

Cuando era niña, y todavía pensaba en sí misma como en un individuo, un ser único, y no como en una parte de un tríada, tenía mucha más conciencia de aquella rareza. Los demás la obligaban a notarla con mayor claridad. Una cosa tan trivial como la superficie al atardecer…

Ella amaba la superficie al atardecer. Las otras Emocionales la llamaban fría y triste, y se estremecían y entremezclaban cuando ella se la describía. Ya estaban maduras para emerger al calor del mediodía, y estirarse y alimentarse, pero esto era exactamente lo que convertía el mediodía en aburrido. A Dua no le gustaba encontrarse entre aquella masa temblorosa.

Tenía que comer, por supuesto, pero le gustaba mucho más por la noche, cuando había muy poca comida, pero todo era penumbra, de un rojo intenso, v ella estaba sola. Como es natural, lo describía como más frío y solitario cuando hablaba con las otras, para contemplar cómo se endurecían sus bordes al imaginar el frío… todo lo duras que podían ponerse las Emocionales jóvenes. Al cabo de un rato, solían murmurar y reírse de ella… y dejarla sola.

El pequeño sol estaba ahora en el horizonte, con la secreta rubicundez que sólo ella contemplaba. Se extendió lateralmente y se condensó dorso-ventralmente, absorbiendo las trazas de débil calor. Lo masticó con la boca cerrada, para saborear el gusto un tanto agrio y sin sustancia de las longitudes de onda. (Nunca había conocido a otra Emocional que admitiera que le gustaba. Pero ella nunca podía explicar que lo asociaba con la libertad; la libertad de los otros, cuando podía estar sola.)

Incluso ahora, la soledad, el frío y el intensísimo rojo le recordaron aquellos días lejanos anteriores al tríade; y aún más, con mucha claridad, a su propio Paternal, que avanzaba pesadamente tras ella, siempre temeroso de que se hiciera daño.

Había sido muy cariñoso con ella, como siempre eran los Paternales; con sus hijos medianos más que con los otros dos, como siempre. Esto le molestaba y soñaba con el día en que él la abandonaría. Los Paternales siempre acababan por hacerlo; y cuánto le echó de menos cuando, finalmente, lo hizo.

Los propios dioses, de Isaac Asimov