A pesar de la cantidad de nuevos conversos a la última y más moderna religión: la Ecología, llama la atención que, igual que en el resto de las religiones más antiguas, sus adeptos lo son más de boquilla que de vocación.

Mi vecino del segundo B es una especie de apóstol que dedica todas sus horas libres a tratar de convencer y captar nuevos adeptos, pero curiosamente tantos desvelos por defender a la Naturaleza le impiden dedicar unos minutos a observarla y aprender de ella.

De las trescientas veintiocho veces que le he preguntado a qué hora era la pleamar, jamás me ha sabido responder. Desconoce el porqué de las mareas vivas, o cual es la razón de que en septiembre y marzo sean más vivas que lo habitual. Lo mismo me ha ocurrido cuando le he preguntado qué día es el plenilunio. Yo creo que no sabría, si le enseñara esta foto, si la luna está en fase menguante o creciente.

Pero eso sí, todos los que no se conviertan a su religión somos unos negacionistas que merecemos morir en la hoguera.