Hace ya bastantes años, aún no había perdido mi espíritu aventurero ni usaba cámaras fotográficas, la existencia era, simplemente, la suma de instantes vividos, sin necesidad de recuerdos en papel satinado. En uno de mis viajes me dirigí a la Sierra Madre Occidental, en el estado de Chihuahua, al norte de México (al escribir México, he optado por hacerlo en español mexicano, la totalidad de los países hispanohablantes decidieron en el siglo XIX sustituir la antigua “x” por la “j”, excepto México que en varios topónimos pidió seguir manteniendo la antigua “x” aunque con el mismo sonido que el resto le damos a la “j” y muchos pedantes no se han enterado y cuando dicen México pronuncian la “x” en lugar de la “j”).
Allí tuve la suerte de que un amigo que era médico dedicado a los indios rarámuris, de la etnia tarahumara me brindó la ocasión de departir con algunos de ellos y conocer sus costumbres.
Normalmente viven en cuevas, aquellas tierras son calizas y hay muchas oquedades y grutas en sus rocas. Como son nómadas no permanecen mucho tiempo en un mismo lugar y cuando parten en busca de nuevos horizontes se llevan todas sus pertenencias. Y es este hecho, precisamente, el que más atrapó mi curiosidad, para ellos su propiedad se limita a aquello que pueden llevarse consigo.
Por estas aldeas nuestras en la que, en general, somos sedentarios, sólo nos mudamos cuando la vida nos sonríe, o cuando nos da un fuerte tortazo. Últimamente, tras las tan cacareadas crisis, observo por nuestras calles a gentes que emulan a los rarámuris y en su merodear por las calles de nuestras aldeas portan, igual que ellos, todas sus propiedades.