Ayer por la noche me acerqué al cabo. El tabernero, en voz queda, me había confesado, hace unos días, que en los atardeceres dorados un alma en pena permitía que se la viera por la zona. Yo soy un cobarde y no me atrevo a darle conversación… a una “estadea” (alma en pena). Con las únicas almas que converso son con las de mi familia y siempre lo hago en el cementerio. Pero también soy un escéptico y no le creí. Así que para que no notara mi miedo, ayer acompañado de mi perro, me dirigí al cabo, con la esperanza de no encontrar a ninguna estadea. Mi perro tiene un olfato envidiable y distingue bien a un muerto y un vivo. De hecho él siempre me acompaña al cementerio a visitar a mi abuela Esmeralda. Él me avisa cuando su alma llega para sentarse a nuestro lado y charlar un rato.
El día moribundo, casi amortajado, se despedía con un cielo dorado, Llegué, paré el coche, todo se veía desierto. En cuanto Khan, mi mascota, saltó del coche se puso a ladrar. Miré hacia donde el perro me indicaba y allí estaba ella. Era joven y sus cabellos eran una mistura de rubio y pelirrojo, algo pecosa, de sonrisa generosa y una mirada celeste, apagada, sin brillo. Me saludó hospitalaria y me agradeció que hubiera ido a conocerla. Charlamos largo… hasta que la noche nos cubrió con su manto. Me narró como su hijos, necesitados de ella, son el freno que le impide cruzar esa sutil frontera que separa el mundo de los vivos, del mundo de los muertos.
Cuando le dije que nadie me creería que la había conocido, me dio la oportunidad de tener conmigo una prueba y se dejó fotografiar para que mostrara la foto y así todos me creería. Y aquí os dejo la foto que prueba que estuvimos juntos.