Tras mi fracasado intento de disfrutar con la navegación —si recordáis mi bautizo fue de vómitos y diarreas—, me han dado, viejos lobos de mar, consejos para que los tenga en cuenta si vuelvo a zarpar y, también, me han hecho varias ofertas para salir a navegar con otros amigos.
Yo, que soy un cobarde, rechazo todas las invitaciones, pero hace dos días Paco y Alfredo me invitaron a que los acompañara en una pequeña travesía, partían desde el astillero hasta el puerto de Corme, cuatro o cinco millas dentro de la ría con un mar calmo como la sopa en un plato. Me armé de valor y me tomé una ensalada de biodraminas. Y allí me fui. Francamente la singladura fue tranquila hasta que uno de ellos se percató de que teníamos una vía de agua. Me acojoné. Fui a sentarme al lado de bote salvavidas esperando que decidieran abandonar el barco antes de irnos a pique. Fueron unos minutos que me parecieron una eternidad, ironías de la vida, pensé, vivir tan lejos y volver a aquí a morir, a descansar en el fondo del mar junto a mis abuelos. Seré uno más de la larga lista maldita de ahogados de este pueblo. Sin embargo veía que ellos mantenían la calma y eso me desconcertaba. “Toda máquina”. Y el barco comenzó a mecerse entre las olas igual que en mi experiencia anterior, pero no vomité, las biodraminas debieron producir su efecto. Ellos ajenos a mis miedos parecían conocer bien lo que hacía, viraron a la entrada del puerto, pero no se dirigieron al muelle, fueron derechos hacia la playa y allí vararon el barco y yo de un salto desembarqué; no espere a que colocaran la escala. Esta vez, os juro, no vomité (mexei pur min), cuando llegué a tierra firme, me di cuenta que me había orinado por los pantalones.
Juro no volver a embarcar.