A pesar de mi edad o, quizá, precisamente por mi edad, continúo aún conociendo nuevas palabras. Esta palabrita del título que para mí era totalmente desconocida hasta hace unos pocos días, no creo que la olvide nunca por muchos años que viva. Sin previo aviso desperté una mañana con un dolor… (iba a escribir de cojones, pero no, el dolor era en otro sitio) de espalda que se desparramaba por toda la pierna hasta llegar al pie. El dolor era insoportable y tras varias horas soportándolo estoicamente, decidí llamar al médico de urgencias. Es una lumbociatalgia. Una inyección de no sé qué y a esperar. Si en unas horas no se le pasa, vuelvan a llamarme.
Y volví a llamar, y él llamo a una ambulancia, y vinieron a buscarme. Es una lumbociatalgia. Con toda urgencia, sirena incluida, me trasladaron al hospital. Y allí me depositaron: es una lubociatalgia. Y por la puta lumbociatalgia se interesó el médico que me recibió, luego el que me exploró, la farmacéutica que nos dispensó los remedios y el médico de familia, cuando al día siguiente me telefoneó para conocer la evolución de mi lumbociatalgia. Hay palabras que, como una boya a deriva en la inmensidad del océano, no las ves, ni las oyes, hasta que un temporal nos arrastra a encontrarnos.