Hace unos días oí en un coloquio fotográfico, pronunciado en el tono dogmático en el que siempre se expresa la ignorancia, una frase vacía: «una imagen que necesita un texto es una mala imagen». Me recordó ese otro tópico tan cacareado y repetido como si fuera una verdad irrefutable: «una imagen vale por mil palabras». Tan incierto como su afirmación contraria: «una palabra vale por mil imágenes«.
Cojamos al vuelo una palabra cualquiera: otoño. Desde hace centurias los poetas vienen utilizando la palabra para trasmitirnos las emociones melancólicas que les trasmite el otoño. Durante siglos, asimismo, los pintores, y últimamente sus hermanos menores los fotógrafos, tratan de trasmitirnos las sensaciones que proyecta el cromatismo otoñal. Millones de imágenes para tratar, inútilmente, definir con una imagen la complejidad del otoño. Verbo e imagen tropiezan con la incapacidad humana de explicar la inmensa grandeza de la Naturaleza.
Pero, curiosamente, nunca faltan charlatanes que se atreven a dogmatizar sobre lo que es, o no, la comunicación artística. A la frase tópica de que una imagen que necesita un texto, es una mala imagen, se le podría contrarrestar con esta otra: una mala imagen no necesita un texto, siempre será una imagen muda.