Es curioso, desde que me he aficionado a la fotografía, mis ojos perciben imágenes que antes no veían. Puedo mostrarte muchos ejemplos: la belleza de los árboles en invierno, me refiero a los perennes, a esas ramas desnudas, huérfanas, calvas… a las bicicletas que yacen encadenas a una farola, prisioneras del olvido… o a esos paseantes solitarios que merodean las riberas del río disfrazados con ropajes deportivos, o a esos otros jubilados que pasean sus silencios en compañía de la esposa.
La ciudad cambia en invierno, los días en que luce el sol nos vemos casi obligados a asaltar el asfalto, estamos cansados de dormitar nuestros aburrimientos entre las cuatro paredes de nuestra casa.
Hoy me he dado un largo paseo matutino por los arenales de la Concha y lo he querido rematar de un modo singular: tomándome un vino en una terraza acompañado de unas gambas.
Por la tarde vida rutinaria: tras la comida, de sobremesa, una reparadora siesta, un poco de televisión —un documental sobre arqueología— luego un pesado rompecabezas ejerciendo de jurado en un concurso fotográfico cuyo tema se la trae: abstracto, y, ahora, para rematar el día te escribo, no quiero que pienses, que por ser festivo, me he olvidado de esta reflexión diaria que todas las noches te envío.