Platón describió en su alegoría de la caverna un espacio cavernoso, en el cual se encuentran un grupo de hombres, prisioneros desde su nacimiento por cadenas que les sujetan el cuello y las piernas de forma que únicamente pueden mirar hacia el fondo de la caverna sin poder nunca girar la cabeza. Justo detrás de ellos, se encuentra un muro con un pasillo y una hoguera y la entrada de la cueva que da al exterior. Por el pasillo del muro circulan hombres portando todo tipo de objetos cuyas sombras, gracias a la iluminación de la hoguera, se proyectan en la pared que los prisioneros pueden ver. Así, estos hombres encadenados consideran como verdad las sombras de los objetos.
Si uno de estos hombres fuese liberado y obligado a volverse hacia la luz de la hoguera, contemplaría de este modo una nueva realidad, más profunda y completa ya que ésta es causa y fundamento de la primera que está compuesta sólo de apariencias sensibles. Una vez que ha asumido el hombre esta nueva situación es obligado a encaminarse fuera de la caverna apreciando una nueva realidad exterior (hombres, árboles, lagos, astros, etc. identificados con el mundo inteligible).
Si hacemos entrar, de nuevo, al prisionero al interior de la caverna para «liberar» a sus antiguos compañeros de cadenas, es muy posible que estos se rieran de él, diciendo que él está equivocado y ellos no, llegando incluso a matarlo.