Pero, en cuanto Vladimir dejó atrás las casas para internarse en el campo, se levantó viento y se desató una nevasca tal que no pudo ver nada. En un minuto el camino quedó cubierto de nieve, el paisaje desapareció en una oscuridad turbia y amarillenta a través de la que volaban los blancos copos de nieve; el cielo se fundió con la tierra. Vladimir se encontró en medio del campo y quiso inútilmente retornar de nuevo al camino; el caballo marchaba a tientas y a cada instante daba con un montón de nieve o se hundía en un hoyo; el trineo volcaba a cada momento. Vladimir no hacía otra cosa que esforzarse por no perder la dirección que llevaba. Pero le parecía que ya había pasado media hora y aún no había alcanzado el bosque de Zhádrino. Pasaron otros diez minutos y el bosque seguía sin aparecer. Vladimir marchaba por un llano surcado de profundos barrancos. La ventisca no amainaba, el cielo seguía cubierto. El caballo empezaba a agotarse, y el joven, a pesar de que a cada momento se hundía en la nieve hasta la cintura, estaba bañado en sudor.
Al fin Vladimir se convenció de que no iba en la buena dirección. Se detuvo, se puso a pensar, intentando recordar, hacer conjeturas, y llegó a la conclusión de que debía doblar hacia la derecha. Torció a la derecha. Su caballo apenas avanzaba. Ya llevaba más de una hora de camino. Zhádrino no debía estar lejos. Marchaba y marchaba, y el campo no tenía fin. Todo eran montones de nieve y barrancos: el trineo volcaba sin parar y él lo enderezaba una y otra vez. El tiempo pasaba; Vladimir comenzó a preocuparse de veras.
La tempestad de nieve, de Alexandr Pushkin