En la aldea donde yo vivo han reconvertido una antigua fábrica donde se elaboraban tabacos en eso que hoy se llama un “centro cultural”. De la cultura que allí se imparte no me siento capacitado para opinar, ya que, salvo a algunas exposiciones de fotografía, no he acudido nunca a los eventos allí programados.
Sin embargo, acudo a sus instalaciones casi a diario, en mi opinión, la mayor virtud de ese centro cultural es que sus enormes espacios diáfanos son un cálido lugar de acogida al extracto más marginal de nuestra sociedad: niños, ancianos, inmigrantes, estudiantes…
En mis paseos por sus cinco plantas me encanta observar el paisanaje, si bien es cierto que lo que mas abunda son jóvenes que aprovechan el “wifi” para poder comunicarse, imagino, con sus familias y amistades lejanas, también hay otros jóvenes estudiantes sentados por los suelos haciendo trabajos en equipo o estudiando y hay, también, niños, esos niños que alegran con el griterío de sus juegos el ambiente fúnebre de los ancianos que leen allí la prensa.
Pero no termina ahí el variopinto espectro de sus visitantes, los he visto, y fotografiado, haciendo de equilibristas por encima de la cristalera de la bóveda; otros posan para inmortalizar su imagen en la terraza, y hasta los hay que se arrodillan mirando a La Meca para orar en absoluto recogimiento.
Creo que justo reconocer que, en este caso, nuestro dinero está bien invertido.