El resplandor se transmutaba silenciosamente en incendio, y el ardor y el deseo arrojaban con divina furia sus lenguas llameantes hacia lo alto, mientras los sagrados corceles del hermano fustigaban con casco impaciente las cimas del firmamento. Irradiado por el esplendor del dios, el solitario vigilante cerraba los ojos dejando que la majestad divina besara sus párpados.
Muerte en Venecia, de Thomas Mann