Hoy los agoreros meteorológicos anunciaban chubascos en la aldea, yo que soy un poco incrédulo no les he hecho ni caso y decidido acudir a la playa y tomar mi primer baño del verano.

La playa medio vacía, por no estar, no estaban ni los ladronzuelos que se dedican a meter mano en las mochilas ajenas, las de los despistados que las abandonan a su suerte mientras se zambullen en la mar. El termómetro marcaba 21 grados, una temperatura ideal para darse un chapuzón, de hecho, el agua del mar en ese mismo momento, estaba más caliente.

Mi baño se asemejaba al baño de los ricos en una piscina climatizada de un hotel de lujo: agua templada, sin olas y sin gente alrededor que te molestara.

Llego a casa y oigo en la televisión que en algunos puntos de la España infernal las temperaturas han alcanzado más del doble que en la aldea. Desconozco cómo reaccionaría mi viejo y achacoso cuerpo si tuviera que soportar semejante temperatura. Y espero morirme, dentro de mucho tiempo, sin saberlo.