Yo soy uno de aquellos bocazas que cuando veía, no hace muchos años, a alguna persona hablando por teléfono por la calle, afirmaba que nunca caería en esa trampa. Y, como a casi todos nos ha ocurrido, un día me vi en una tienda comprando un móvil. Tenía excusa. O más bien, una justificación con la que trataba de engañarme.
Ahora ya no me sonrojo si te confieso que, en alguna ocasión, me he vuelto a casa porque al llegar a la calle me he dado cuenta que se me había olvidado coger el móvil.
Y hay días, como hoy, en que me pregunto y no me acuerdo, como mataba el tiempo en las esperas o en los cortos trayectos en autobús, antes de que poseyera un móvil.
No hablo mucho por teléfono, ni tampoco hablo mucho en persona, pero yo que nunca he usado reloj, el móvil me da la hora, me avisa cuando va a llover, los kilómetros que camino cada día e, incluso, me socorre cuando “veo” una foto y no llevo conmigo una cámara fotográfica.
¡Cómo está cambiándonos la vida! ¡a qué velocidad olvidamos nuestro ayer! e, inocente de mí, lo vivo con total naturalidad.