Para un aldeano, como yo, que vive en una pequeña ciudad de provincias, rodeado de tópicos y gentes que no han oído hablar de Copérnico, que piensan que el Universo (o los diferentes pluriversos) giran en torno a nuestro ombligo, es muy saludable salir de vez en cuando de la aldea y visitar alguna ciudad.
Y no lo digo por las edificaciones descomunales, ni por la cantidad de razas y lenguas que uno ve y oye a cada paso, lo digo, en este caso, porque puede encontrarse con detalles que le muestren su pequeñez, su insignificancia o, simplemente, se dé cuenta que los humanos todos, nos parecemos más de lo que creemos.
Tomando un cerveza en una terraza de la Plaza de Chueca mientras oía el murmullo acompasado de un cantante callejero que tocaba una guitarra, se me acerca su socio con una visera invitándome a darle unas monedas. Tras recogerlas me pregunta si hablo español, le digo que sí y me da las gracias: “Perdona la pregunta pero cuando veo tanto blanquito junto, todos me parecen iguales”.
Cuantas veces hemos dicho u oído esa misma expresión refiriéndose a asiáticos o a negros.